Paciente Impaciente se levanta, se ducha, desayuna, se viste y sólo el esfuerzo de estas cuatro actividades le hace sentirse como si hubiera hecho una hora de jogging. Sale a la calle. La tormenta y la lluvia torrencial de la noche pasada han lavado las aceras. Hace calor. Uno de esos días deslumbrantes de agosto, con los contornos de las cosas recortados contra el cielo azulísimo de manera casi dolorosamente nítida, una temperatura de pleno verano y las cigarras que cantan ensordecedoras en los árboles del barrio. No obstante, se adivina un fondo de aire fresco que indica de manera inequívoca que el verano de Quebec toca a su fin en un par de semanas.
Paciente Impaciente toma el metro, lee su novela durante el trayecto, camina las dos manzanas que la separan del hospital, entra en el ala de medicina nuclear y escanea su tarjeta de paciente provista de un código de barras. Saluda a la recepcionista (que la llama por su nombre), a dos enfermeras (que la reconocen y le sonríen) y se va al vestuario. Coge un camisón azul de hospital de la estantería llena de camisones limpios, entra en una cabina, se quita la blusa (el sujetador hace semanas que ha entrado en la categoría de prendas imposibles de llevar) pero conserva la falda, se pone el camisón, ata las cintas a su espalda con destreza producto de la práctica y entra a la salita de espera. Saluda a las tres mujeres y a los dos hombres que esperan todos los días a la misma hora que ella, y comentan el tiempo de espera de hoy. No está mal: Paciente Impaciente escucha su nombre al de un cuarto de hora, apenas un capítulo de novela. Saluda a la radióloga por su nombre de pila, comentan el calor y la tormenta de anoche, entra en la sala de tratamiento. Se desata el camisón sin esperar a que se lo pidan, se acuesta en la camilla y coloca ella misma los brazos en los estribos. Los técnicos la colocan en menos de cinco minutos, haciendo bromas sobre lo profesional que es Paciente Impaciente a estas alturas. Paciente Impaciente responde con sus bromas habituales ("Chicos, podéis iros a tomar un café, dejadme el mando a distancia y ya me encargo yo sola.") Una vez colocada y medida, le colocan encima del pecho la lámina de gel protector que absorbe una parte de las radiaciones y la dejan sola en la sala. La máquina emite un pitido durante unos minutos, durante los cuales Paciente Impaciente se mantiene muy quietecita e intenta no llenarse por completo los pulmones tomando pequeñas respiraciones, para evitar lo más posible cualquier movimiento pronunciado de la caja torácica, tal y como le enseñaron el primer día. Los radiólogos entran de nuevo en la sala, le quitan la lámina protectora, le tienden el camisón, Paciente Impaciente se lo pone, les saluda, se intercambian unos apretones de manos, sale, saluda a los demás pacientes, más apretones de manos, algunos besos, entra de nuevo en la cabina del vestuario, se unta el pecho a conciencia con crema, se pone la blusa, se atusa el pelo y sale. Por el camino lanza el camisón en la cesta de la ropa sucia. Saluda a la recepcionista, le hace un par de preguntas, anota un par de citas en su agenda, y se despide.
Paciente Impaciente toma el metro, lee su novela durante el trayecto, camina las dos manzanas que la separan del hospital, entra en el ala de medicina nuclear y escanea su tarjeta de paciente provista de un código de barras. Saluda a la recepcionista (que la llama por su nombre), a dos enfermeras (que la reconocen y le sonríen) y se va al vestuario. Coge un camisón azul de hospital de la estantería llena de camisones limpios, entra en una cabina, se quita la blusa (el sujetador hace semanas que ha entrado en la categoría de prendas imposibles de llevar) pero conserva la falda, se pone el camisón, ata las cintas a su espalda con destreza producto de la práctica y entra a la salita de espera. Saluda a las tres mujeres y a los dos hombres que esperan todos los días a la misma hora que ella, y comentan el tiempo de espera de hoy. No está mal: Paciente Impaciente escucha su nombre al de un cuarto de hora, apenas un capítulo de novela. Saluda a la radióloga por su nombre de pila, comentan el calor y la tormenta de anoche, entra en la sala de tratamiento. Se desata el camisón sin esperar a que se lo pidan, se acuesta en la camilla y coloca ella misma los brazos en los estribos. Los técnicos la colocan en menos de cinco minutos, haciendo bromas sobre lo profesional que es Paciente Impaciente a estas alturas. Paciente Impaciente responde con sus bromas habituales ("Chicos, podéis iros a tomar un café, dejadme el mando a distancia y ya me encargo yo sola.") Una vez colocada y medida, le colocan encima del pecho la lámina de gel protector que absorbe una parte de las radiaciones y la dejan sola en la sala. La máquina emite un pitido durante unos minutos, durante los cuales Paciente Impaciente se mantiene muy quietecita e intenta no llenarse por completo los pulmones tomando pequeñas respiraciones, para evitar lo más posible cualquier movimiento pronunciado de la caja torácica, tal y como le enseñaron el primer día. Los radiólogos entran de nuevo en la sala, le quitan la lámina protectora, le tienden el camisón, Paciente Impaciente se lo pone, les saluda, se intercambian unos apretones de manos, sale, saluda a los demás pacientes, más apretones de manos, algunos besos, entra de nuevo en la cabina del vestuario, se unta el pecho a conciencia con crema, se pone la blusa, se atusa el pelo y sale. Por el camino lanza el camisón en la cesta de la ropa sucia. Saluda a la recepcionista, le hace un par de preguntas, anota un par de citas en su agenda, y se despide.
Paciente Impaciente sale por la puerta principal del hospital, sorteando pacientes en sillas de ruedas y familias preocupadas hablando por teléfono. Frunce los ojos ante el sol brillante de agosto. Se detiene un momento para buscar las gafas de sol en el bolso, se las pone, respira, sonríe de oreja a oreja y echa a andar hacia el metro sin mirar atrás, el corazón ligero y los pies de plomo. Todo ello por última vez.
Sube lentamente por la calle Côte-des-Neiges, se cruza con un par de mujeres vestidas en saris brillantes que empujan sendas sillas de bebé. Un grupo de adolescentes provistas de toallas espera ruidosamente al autobús que les llevará a la piscina. Mientras camina, organiza un poco el principio del resto de su vida. No demasiado, siempre hay que dejar algo para la improvisación. Y las sorpresas.