- "[...] Since you've been such an inspiration for people around... Wow, man! You just ran into a big pile of dogshit!"
- "It happens."
- "What? Shit?"
- "Sometimes."
("Forrest Gump")

miércoles, 10 de agosto de 2011

¿Fin?


Paciente Impaciente se levanta, se ducha, desayuna, se viste y sólo el esfuerzo de estas cuatro actividades le hace sentirse como si hubiera hecho una hora de jogging. Sale a la calle. La tormenta y la lluvia torrencial de la noche pasada han lavado las aceras. Hace calor. Uno de esos días deslumbrantes de agosto, con los contornos de las cosas recortados contra el cielo azulísimo de manera casi dolorosamente nítida, una temperatura de pleno verano y las cigarras que cantan ensordecedoras en los árboles del barrio. No obstante, se adivina un fondo de aire fresco que indica de manera inequívoca que el verano de Quebec toca a su fin en un par de semanas.

Paciente Impaciente toma el metro, lee su novela durante el trayecto, camina las dos manzanas que la separan del hospital, entra en el ala de medicina nuclear y escanea su tarjeta de paciente provista de un código de barras. Saluda a la recepcionista (que la llama por su nombre), a dos enfermeras (que la reconocen y le sonríen) y se va al vestuario. Coge un camisón azul de hospital de la estantería llena de camisones limpios, entra en una cabina, se quita la blusa (el sujetador hace semanas que ha entrado en la categoría de prendas imposibles de llevar) pero conserva la falda, se pone el camisón, ata las cintas a su espalda con destreza producto de la práctica y entra a la salita de espera. Saluda a las tres mujeres y a los dos hombres que esperan todos los días a la misma hora que ella, y comentan el tiempo de espera de hoy. No está mal: Paciente Impaciente escucha su nombre al de un cuarto de hora, apenas un capítulo de novela. Saluda a la radióloga por su nombre de pila, comentan el calor y la tormenta de anoche, entra en la sala de tratamiento. Se desata el camisón sin esperar a que se lo pidan, se acuesta en la camilla y coloca ella misma los brazos en los estribos. Los técnicos la colocan en menos de cinco minutos, haciendo bromas sobre lo profesional que es Paciente Impaciente a estas alturas. Paciente Impaciente responde con sus bromas habituales ("Chicos, podéis iros a tomar un café, dejadme el mando a distancia y ya me encargo yo sola.")  Una vez colocada y medida, le colocan encima del pecho la lámina de gel protector que absorbe una parte de las radiaciones y la dejan sola en la sala. La máquina emite un pitido durante unos minutos, durante los cuales Paciente Impaciente se mantiene muy quietecita e intenta no llenarse por completo los pulmones tomando pequeñas respiraciones, para evitar lo más posible cualquier movimiento pronunciado de la caja torácica, tal y como le enseñaron el primer día. Los radiólogos entran de nuevo en la sala, le quitan la lámina protectora, le tienden el camisón, Paciente Impaciente se lo pone, les saluda, se intercambian unos apretones de manos, sale, saluda a los demás pacientes, más apretones de manos, algunos besos, entra de nuevo en la cabina del vestuario, se unta el pecho a conciencia con crema, se pone la blusa, se atusa el pelo y sale. Por el camino lanza el camisón en la cesta de la ropa sucia. Saluda a la recepcionista, le hace un par de preguntas, anota un par de citas en su agenda, y se despide.

Paciente Impaciente sale por la puerta principal del hospital, sorteando pacientes en sillas de ruedas y familias preocupadas hablando por teléfono. Frunce los ojos ante el sol brillante de agosto. Se detiene un momento para buscar las gafas de sol en el bolso, se las pone, respira, sonríe de oreja a oreja y echa a andar hacia el metro sin mirar atrás, el corazón ligero y los pies de plomo. Todo ello por última vez.

Sube lentamente por la calle Côte-des-Neiges, se cruza con un par de mujeres vestidas en saris brillantes que empujan sendas sillas de bebé. Un grupo de adolescentes provistas de toallas espera ruidosamente al autobús que les llevará a la piscina. Mientras camina, organiza un poco el principio del resto de su vida. No demasiado, siempre hay que dejar algo para la improvisación. Y las sorpresas.

lunes, 1 de agosto de 2011

Cartas a la señora Hernández (XII): Sonrisas y libros

Sorprendente señora Hernández:

Hoy salía de casa semi-corriendo (o todo lo corriendo de lo que soy capaz últimamente durante esta radiofritura, que es más bien poco), cuando that good ol'fella, el cartero de Postes Canada, me ha entregado en mano un paquete. Lo he hundido en el bolso y lo he abierto en la sala de espera de radioterapia, ante miradas llenas de curiosidad. Y como he sonreído abundantemente al ver el ejemplar de "84 Charing Cross Road", y las damas que esperan conmigo están ávidas de que les hablen de cualquier otra cosa que no tenga que ver con el cáncer, les he hecho un breve resumen de quién es usted, de cómo nos conocimos y de nuestra amistad epistolar. He intentado retratarla de manera que le haga justicia, pero cinco minutos no dan para todos esos matices que le confieren a usted tanto encanto. Aún así, tengo que decirle que ha habido muchos "ohs" y "ahs", y muchas más sonrisas, y reminiscencias de buenas y viejas amistades, en esa sala de espera, entre esas cinco mujeres en camisón de hospital.

Durante un momento, Rosanna D'Abruzzi, inmigrante italiana, no estaba en una sala de espera de medicina nuclear de un hospital montrealés: estaba de vuelta en la playa de su juventud, en la costa amalfitana, mirando a los ragazzi por encima de las gafas de sol con su amiga Luisa. Nicole nos ha contado lo de aquella amiga parisina con la que se carteó durante once años, once, antes de ir a visitarla (su primera vez en Europa) y Lupe (la otra, la panameña) me ha hablado de su amiga Pureza (Purita) con la que se escribe fielmente desde que se vino a vivir a Canadá.

No sólo me ha enviado un libro que probablemente adoraré y que me ha reconfortado e infundido nuevos ánimos y nueva convicción de que el mundo cuenta con gente buena (¿cómo demonios ha hecho para que me lo manden tan rápido?), sino que ha proporcionado un rato de vacaciones mentales a unas cuantas mujeres dans la merde.

La abraza con entusiasmo,

Arantza

PD: (Esto no quedará así, insisto. Prometo aturdirla con mi hospitalidad cuando venga a visitarme con el señor alto -o incluso sin él-, pero entretanto, déme un tiempo para recuperarme, le voy a preparar un paquete de cosméticos caseros y orgánicos que va a hacer la envidia general. Y eso porque no quiero sabotearla la dieta, que si no iba a ver usted.)

PD2: (Monsieur M. no está celoso, pero sí vagamente inquieto: afirma que si usted y yo tenemos tanto en común quizá no sea muy conveniente que un día nos encontremos en el mismo lado del Atlántico, podríamos causar un tsunami, o invertir el campo magnético de la Tierra, o desplazar una placa tectónica con nuestro carisma :-).